CARTA DEL PAPA JUAN PABLO II
A LAS MUJERES
A vosotras, mujeres del mundo entero,
os doy mi más cordial saludo:
Ante todo deseo expresar mi vivo
reconocimiento a la
Organización de las Naciones Unidas, que ha promovido tan
importante iniciativa. La
Iglesia quiere ofrecer también su contribución en defensa de
la dignidad, papel y derechos de las mujeres, no sólo a través de la aportación
específica de la Delegación
oficial de la Santa Sede
a los trabajos de Pekín, sino también hablando directamente al corazón y a la
mente de todas las mujeres. Recientemente, con ocasión de la visita que la Señora Gertrudis
Mongella, Secretaria General de la Conferencia , me ha hecho precisamente con vistas
a este importante encuentro, le he entregado un Mensaje en el que se recogen
algunos puntos fundamentales de la enseñanza de la Iglesia al respecto. Es un
mensaje que, más allá de la circunstancia específica que lo ha inspirado, se
abre a la perspectiva más general de la realidad y de los problemas de las
mujeres en su conjunto, poniéndose al servicio de su causa en la Iglesia y en el mundo
contemporáneo. Por lo cual he dispuesto que se enviara a todas las Conferencias
Episcopales, para asegurar su máxima difusión.
Refiriéndome a lo expuesto en dicho
documento, quiero ahora dirigirme directamente a cada mujer, para reflexionar
con ella sobre sus problemas y las perspectivas de la condición femenina en
nuestro tiempo, deteniéndome en particular sobre el tema esencial de la
dignidad y de los derechos de las mujeres, considerados a la luz de la Palabra de Dios.
El punto de partida de este diálogo ideal
no es otro que dar gracias. « La
Iglesia —escribía en la Carta apostólica Mulieris dignitatem— desea dar
gracias a la
Santísima Trinidad por el "misterio de la mujer" y
por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina,
por las "maravillas de Dio", que en la historia de la humanidad se
han realizado en ella y por ella » (n. 31).
2. Dar gracias al Señor por su designio
sobre la vocación y la misión de la mujer en el mundo se convierte en un agradecimiento
concreto y directo a las mujeres, a cada mujer, por lo que representan en la
vida de la humanidad.
Te doy gracias, mujer-madre, que te
conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una
experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la
luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de
referencia en el posterior camino de la vida.
Te doy gracias, mujer-esposa, que unes
irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una relación de recíproca
entrega, al servicio de la comunión y de la vida.
Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana,
que aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las
riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.
Te doy gracias, mujer-trabajadora, que
participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural,
artística y política, mediante la indispensable aportación que das a la
elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una
concepción de la vida siempre abierta al sentido del « misterio », a la
edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad.
Te doy gracias, mujer-consagrada, que a
ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con
docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la
humanidad a vivir para Dios una respuesta « esponsal », que expresa
maravillosamente la comunión que El quiere establecer con su criatura.
Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo
de ser mujer! Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la
comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones
humanas.
3. Pero dar gracias no basta, lo sé. Por
desgracia somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que, en
todos los tiempos y en cada lugar, han hecho difícil el camino de la mujer,
despreciada en su dignidad, olvidada en sus prerrogativas, marginada
frecuentemente e incluso reducida a esclavitud. Esto le ha impedido ser
profundamente ella misma y ha empobrecido la humanidad entera de auténticas
riquezas espirituales. No sería ciertamente fácil señalar responsabilidades
precisas, considerando la fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo
largo de los siglos, han plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto
no han faltado, especialmente en determinados contextos históricos,
responsabilidades objetivas incluso en no pocos hijos de la Iglesia , lo siento
sinceramente. Que este sentimiento se convierta para toda la Iglesia en un compromiso
de renovada fidelidad a la inspiración evangélica, que precisamente sobre el
tema de la liberación de la mujer de toda forma de abuso y de dominio tiene un
mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la actitud misma de Cristo. El,
superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con
las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura. De
este modo honraba en la mujer la dignidad que tiene desde siempre, en el proyecto
y en el amor de Dios. Mirando hacia El, al final de este segundo milenio,
resulta espontáneo preguntarse: ?qué parte de su mensaje ha sido comprendido y
llevado a término?
Ciertamente, es la hora de mirar con la
valentía de la memoria, y reconociendo sinceramente las responsabilidades, la
larga historia de la humanidad, a la que las mujeres han contribuido no menos
que los hombres, y la mayor parte de las veces en condiciones bastante más
adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que han amado la cultura y el
arte, y se han dedicado a ello partiendo con desventaja, excluidas a menudo de
una educación igual, expuestas a la infravaloración, al desconocimiento e
incluso al despojo de su aportación intelectual. Por desgracia, de la múltiple
actividad de las mujeres en la historia ha quedado muy poco que se pueda
recuperar con los instrumentos de la historiografía científica. Por suerte,
aunque el tiempo haya enterrado sus huellas documentales, sin embargo se
percibe su influjo benéfico en la linfa vital que conforma el ser de las
generaciones que se han sucedido hasta nosotros. Respecto a esta grande e
inmensa « tradición » femenina, la humanidad tiene una deuda incalculable.
¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más tenidas en cuenta por su aspecto físico
que por su competencia, profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su
sensibilidad y en definitiva por la dignidad misma de su ser!
4. Y qué decir también de los obstáculos
que, en tantas partes del mundo, impiden aún a las mujeres su plena inserción
en la vida social, política y económica? Baste pensar en cómo a menudo es
penalizado, más que gratificado, el don de la maternidad, al que la humanidad
debe también su misma supervivencia. Ciertamente, aún queda mucho por hacer
para que el ser mujer y madre no comporte una discriminación. Es urgente
alcanzar en todas partes la efectiva igualdad de los derechos de la persona y
por tanto igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo, tutela de la
trabajadora-madre, justas promociones en la carrera, igualdad de los esposos en
el derecho de familia, reconocimiento de todo lo que va unido a los derechos y
deberes del ciudadano en un régimen democrático.
Se trata de un acto de justicia, pero
también de una necesidad. Los graves problemas sobre la mesa, en la política
del futuro, verán a la mujer comprometida cada vez más: tiempo libre, calidad
de la vida, migraciones, servicios sociales, eutanasia, droga, sanidad y
asistencia, ecología, etc. Para todos estos campos será preciosa una mayor
presencia social de la mujer, porque contribuirá a manifestar las
contradicciones de una sociedad organizada sobre puros criterios de eficiencia
y productividad, y obligará a replantear los sistemas en favor de los procesos
de humanización que configuran la « civilización del amor ».
5. Mirando también uno de los aspectos más
delicados de la situación femenina en el mundo, cómo no recordar la larga y
humillante historia —a menudo « subterránea »— de abusos cometidos contra las
mujeres en el campo de la sexualidad? A las puertas del tercer milenio no
podemos permanecer impasibles y resignados ante este fenómeno. Es hora de
condenar con determinación, empleando los medios legislativos apropiados de
defensa, las formas de violencia sexual que con frecuencia tienen por objeto a
las mujeres. En nombre del respeto de la persona no podemos además no denunciar
la difundida cultura hedonística y comercial que promueve la explotación
sistemática de la sexualidad, induciendo a chicas incluso de muy joven edad a
caer en los ambientes de la corrupción y hacer un uso mercenario de su cuerpo.
Ante estas perversiones, cuánto
reconocimiento merecen en cambio las mujeres que, con amor heroico por su
criatura, llevan a término un embarazo derivado de la injusticia de relaciones
sexuales impuestas con la fuerza; y esto no sólo en el conjunto de las
atrocidades que por desgracia tienen lugar en contextos de guerra todavía tan
frecuentes en el mundo, sino también en situaciones de bienestar y de paz,
viciadas a menudo por una cultura de permisivismo hedonístico, en que prosperan
también más fácilmente tendencias de machismo agresivo. En semejantes
condiciones, la opción del aborto, que es siempre un pecado grave, antes de ser
una responsabilidad de las mujeres, es un crimen imputable al hombre y a la
complicidad del ambiente que lo rodea.
Como expuse en el Mensaje para la Jornada Mundial de
la Paz de este
año, mirando este gran proceso de liberación de la mujer, se puede decir que «
ha sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores,
aunque sustancialmente positivo, incluso estando todavía incompleto por tantos
obstáculos que, en varias partes del mundo, se interponen a que la mujer sea
reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad » (n. 4).
¡Es necesario continuar en este camino! Sin
embargo estoy convencido de que el secreto para recorrer libremente el camino
del pleno respeto de la identidad femenina no está solamente en la denuncia,
aunque necesaria, de las discriminaciones y de las injusticias, sino también y
sobre todo en un eficaz e ilustrado proyecto de promoción, que contemple todos
los ámbitos de la vida femenina, a partir de una renovada y universal toma de
conciencia de la dignidad de la mujer. A su reconocimiento, no obstante los
múltiples condicionamientos históricos, nos lleva la razón misma, que siente la Ley de Dios inscrita en el
corazón de cada hombre. Pero es sobre todo la Palabra de Dios la que nos
permite descubrir con claridad el radical fundamento antropológico de la
dignidad de la mujer, indicándonoslo en el designio de Dios sobre la humanidad.
7. Permitidme pues, queridas hermanas, que
medite de nuevo con vosotras sobre la maravillosa página bíblica que presenta
la creación del ser humano, y que dice tanto sobre vuestra dignidad y misión en
el mundo.
El Libro del Génesis habla de la creación
de modo sintético y con lenguaje poético y simbólico, pero profundamente
verdadero: « Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le
creó: varón y mujer los creó » (Gn 1, 27). La acción creadora de Dios se
desarrolla según un proyecto preciso. Ante todo, se dice que el ser humano es
creado « a imagen y semejanza de Dios » (cf. Gn 1, 26), expresión que aclara en
seguida el carácter peculiar del ser humano en el conjunto de la obra de la
creación.
Se dice además que el ser humano, desde el
principio, es creado como « varón y mujer » (Gn 1, 27). La Escritura misma da la
interpretación de este dato: el hombre, aun encontrándose rodeado de las
innumerables criaturas del mundo visible, ve que está solo (cf. Gn 2, 20). Dios
interviene para hacerlo salir de tal situación de soledad: « No es bueno que el
hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada » (Gn 2, 18). En la creación
de la mujer está inscrito, pues, desde el inicio el principio de la ayuda:
ayuda —mírese bien— no unilateral, sino recíproca. La mujer es el complemento
del hombre, como el hombre es el complemento de la mujer: mujer y hombre son
entre sí complementarios. La femineidad realiza lo « humano » tanto como la
masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria.
Cuando el Génesis habla de « ayuda », no se
refiere solamente al ámbito del obrar, sino también al del ser. Femineidad y
masculinidad son entre sí complementarias no sólo desde el punto de vista
físico y psíquico, sino ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo «
masculino » y de lo « femenino » lo « humano » se realiza plenamente.
8. Después de crear al ser humano varón y
mujer, Dios dice a ambos: « Llenad la tierra y sometedla » (Gn 1, 28). No les
da sólo el poder de procrear para perpetuar en el tiempo el género humano, sino
que les entrega también la tierra como tarea, comprometiéndolos a administrar
sus recursos con responsabilidad. El ser humano, ser racional y libre, está
llamado a transformar la faz de la tierra. En este encargo, que esencialmente
es obra de cultura, tanto el hombre como la mujer tienen desde el principio
igual responsabilidad. En su reciprocidad esponsal y fecunda, en su común tarea
de dominar y someter la tierra, la mujer y el hombre no reflejan una igualdad
estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente
conflictiva: su relación más natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la
« unidad de los dos », o sea una « unidualidad » relacional, que permite a cada
uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y
responsabilizante.
A esta « unidad de los dos » confía Dios no
sólo la obra de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción
misma de la historia. Si durante el Año internacional de la Familia , celebrado en
1994, se puso la atención sobre la mujer como madre, la Conferencia de Pekín
es la ocasión propicia para una nueva toma de conciencia de la múltiple
aportación que la mujer ofrece a la vida de todas las sociedades y naciones. Es
una aportación, ante todo, de naturaleza espiritual y cultural, pero también
socio-política y económica. ¡Es mucho verdaderamente lo que deben a la
aportación de la mujer los diversos sectores de la sociedad, los Estados, las
culturas nacionales y, en definitiva, el progreso de todo el genero humano!
9. Normalmente el progreso se valora según
categorías científicas y técnicas, y también desde este punto de vista no falta
la aportación de la mujer. Sin embargo, no es ésta la única dimensión del
progreso, es más, ni siquiera es la principal. Más importante es la dimensión
ética y social, que afecta a las relaciones humanas y a los valores del
espíritu: en esta dimensión, desarrollada a menudo sin clamor, a partir de las
relaciones cotidianas entre las personas, especialmente dentro de la familia,
la sociedad es en gran parte deudora precisamente al « genio de la mujer ».
A este respecto, quiero manifestar una
particular gratitud a las mujeres comprometidas en los más diversos sectores de
la actividad educativa, fuera de la familia: asilos, escuelas, universidades,
instituciones asistenciales, parroquias, asociaciones y movimientos. Donde se
da la exigencia de un trabajo formativo se puede constatar la inmensa
disponibilidad de las mujeres a dedicarse a las relaciones humanas, especialmente
en favor de los más débiles e indefensos. En este cometido manifiestan una
forma de maternidad afectiva, cultural y espiritual, de un valor verdaderamente
inestimable, por la influencia que tiene en el desarrollo de la persona y en el
futuro de la sociedad. ¿Cómo no recordar aquí el testimonio de tantas mujeres
católicas y de tantas Congregaciones religiosas femeninas que, en los diversos
continentes, han hecho de la educación, especialmente de los niños y de las
niñas, su principal servicio? Cómo no mirar con gratitud a todas las mujeres
que han trabajado y siguen trabajando en el campo de la salud, no sólo en el
ámbito de las instituciones sanitarias mejor organizadas, sino a menudo en
circunstancias muy precarias, en los Países más pobres del mundo, dando un
testimonio de disponibilidad que a veces roza el martirio?
10. Deseo pues, queridas hermanas, que se
reflexione con mucha atención sobre el tema del « genio de la mujer », no sólo
para reconocer los caracteres que en el mismo hay de un preciso proyecto de
Dios que ha de ser acogido y respetado, sino también para darle un mayor
espacio en el conjunto de la vida social así como en la eclesial. Precisamente
sobre este tema, ya tratado con ocasión del Año Mariano, tuve oportunidad de
ocuparme ampliamente en la citada Carta apostólica Mulieris dignitatem,
publicada en 1988. Este año, además, con ocasión del Jueves Santo, a la
tradicional Carta que envío a los sacerdotes he querido agregar idealmente la Mulieris dignitatem,
invitándoles a reflexionar sobre el significativo papel que la mujer tiene en
sus vidas como madre, como hermana y como colaboradora en las obras
apostólicas. Es ésta otra dimensión, —diversa de la conyugal, pero asimismo
importante— de aquella « ayuda » que la mujer, según el Génesis, está llamada a
ofrecer al hombre.
De este modo debería entenderse la
autoridad, tanto en la familia como en la sociedad y en la Iglesia. El « reinar »
es la revelación de la vocación fundamental del ser humano, creado a « imagen »
de Aquel que es el Señor del cielo y de la tierra, llamado a ser en Cristo su
hijo adoptivo. El hombre es la única criatura sobre la tierra que « Dios ha
amado por sí misma », como enseña el Concilio Vaticano II, el cual añade
significativamente que el hombre « no puede encontrarse plenamente a sí mismo
sino en la entrega sincera de sí mismo » (Gaudium et spes, 24).
En esto consiste el « reinar » materno de
María. Siendo, con todo su ser, un don para el Hijo, es un don también para los
hijos e hijas de todo el género humano, suscitando profunda confianza en quien
se dirige a Ella para ser guiado por los difíciles caminos de la vida al propio
y definitivo destino trascendente. A esta meta final llega cada uno a través de
las etapas de la propia vocación, una meta que orienta el compromiso en el
tiempo tanto del hombre como de la mujer.
11. En este horizonte de « servicio » —que,
si se realiza con libertad, reciprocidad y amor, expresa la verdadera « realeza
» del ser humano— es posible acoger también, sin desventajas para la mujer, una
cierta diversidad de papeles, en la medida en que tal diversidad no es fruto de
imposición arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y
femenino. Es un tema que tiene su aplicación específica incluso dentro de la Iglesia. Si Cristo
—con una elección libre y soberana, atestiguada por el Evangelio y la constante
tradición eclesial— ha confiado solamente a los varones la tarea de ser «icono
» de su rostro de « pastor » y de « esposo » de la Iglesia a través del
ejercicio del sacerdocio ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer,
así como al de los demás miembros de la Iglesia que no han recibido el orden sagrado,
siendo por lo demás todos igualmente dotados de la dignidad propia del «
sacerdocio común », fundamentado en el Bautismo. En efecto, estas distinciones
de papel no deben interpretarse a la luz de los cánones de funcionamiento
propios de las sociedades humanas, sino con los criterios específicos de la
economía sacramental, o sea, la economía de « signos » elegidos libremente por
Dios para hacerse presente en medio de los hombres.
Por otra parte, precisamente en la línea de
esta economía de signos, incluso fuera del ámbito sacramental, hay que tener en
cuenta la « femineidad » vivida según el modelo sublime de María. En efecto, en
la « femineidad » de la mujer creyente, y particularmente en el de la «
consagrada », se da una especie de « profecía » inmanente (cf. Mulieris
dignitatem, 29), un simbolismo muy evocador, podría decirse un fecundo « carácter
de icono », que se realiza plenamente en María y expresa muy bien el ser mismo
de la Iglesia
como comunidad consagrada totalmente con corazón « virgen », para ser « esposa
» de Cristo y « madre » de los creyentes. En esta perspectiva de complementariedad
« icónica » de los papeles masculino y femenino se ponen mejor de relieve las
dos dimensiones imprescindibles de la Iglesia : el principio « mariano » y el «
apostólico-petrino » (cf. ibid., 27).
Por otra parte —lo recordaba a los
sacerdotes en la citada Carta del Jueves Santo de este año— el sacerdocio
ministerial, en el plan de Cristo « no es expresión de dominio, sino de
servicio » (n. 7). Es deber urgente de la Iglesia , en su renovación diaria a la luz de la Palabra de Dios,
evidenciar esto cada vez más, tanto en el desarrollo del espíritu de comunión y
en la atenta promoción de todos los medios típicamente eclesiales de
participación, como a través del respeto y valoración de los innumerables
carismas personales y comunitarios que el Espíritu de Dios suscita para la
edificación de la comunidad cristiana y el servicio a los hombres.
En este amplio ámbito de servicio, la
historia de la Iglesia
en estos dos milenios, a pesar de tantos condicionamientos, ha conocido
verdaderamente el « genio de la mujer », habiendo visto surgir en su seno
mujeres de gran talla que han dejado amplia y beneficiosa huella de sí mismas
en el tiempo. Pienso en la larga serie de mártires, de santas, de místicas
insignes. Pienso de modo especial en santa Catalina de Siena y en santa Teresa
de Jesús, a las que el Papa Pablo VI concedió el título de Doctoras de la Iglesia. Y ¿cómo no
recordar además a tantas mujeres que, movidas por la fe, han emprendido
iniciativas de extraordinaria importancia social especialmente al servicio de los
más pobres? En el futuro de la
Iglesia en el tercer milenio no dejarán de darse ciertamente
nuevas y admirables manifestaciones del « genio femenino ».
12. Vosotras veis, pues, queridas hermanas,
cuántos motivos tiene la
Iglesia para desear que, en la próxima Conferencia, promovida
por las Naciones Unidas en Pekín, se clarifique la plena verdad sobre la mujer.
Que se dé verdaderamente su debido relieve al « genio de la mujer », teniendo
en cuenta no sólo a las mujeres importantes y famosas del pasado o las
contemporáneas, sino también a las sencillas, que expresan su talento femenino
en el servicio de los demás en lo ordinario de cada día. En efecto, es dándose
a los otros en la vida diaria como la mujer descubre la vocación profunda de su
vida; ella que quizá más aún que el hombre ve al hombre, porque lo ve con el
corazón. Lo ve independientemente de los diversos sistemas ideológicos y
políticos. Lo ve en su grandeza y en sus límites, y trata de acercarse a él y
serle de ayuda. De este modo, se realiza en la historia de la humanidad el plan
fundamental del Creador e incesantemente viene a la luz, en la variedad de
vocaciones, la belleza —no solamente física, sino sobre todo espiritual— con
que Dios ha dotado desde el principio a la criatura humana y especialmente a la
mujer.
Mientras confío al Señor en la oración el
buen resultado de la importante reunión de Pekín, invito a las comunidades
eclesiales a hacer del presente año una ocasión para una sentida acción de
gracias al Creador y al Redentor del mundo precisamente por el don de un bien
tan grande como es el de la femineidad: ésta, en sus múltiples expresiones,
pertenece al patrimonio constitutivo de la humanidad y de la misma Iglesia.
Que María, Reina del amor, vele sobre las
mujeres y sobre su misión al servicio de la humanidad, de la paz y de la
extensión del Reino de Dios.
Con mi Bendición.
Vaticano, 29 de junio, solemnidad de los
santos Pedro y Pablo, del año 1995.
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